Por: Tatiana Cardona López
Docente EAM
Cuando comienzo un semestre académico me apresuro en memorizar los nombres de los estudiantes pues siempre he considerado importante dirigirme a ellos con nombre propio y no por su código o sonidos onomatopéyicos, este trato me ha parecido impersonal, frío y apático. Nada es más sonoro para nuestros oídos que nuestro nombre y he verificado la importancia de saber quiénes son.
La mezcla de mi memoria fotográfica y la aplicación de algunos ejercicios, ha sido una estrategia efectiva para asociar sus rostros y diferenciarlos. Aunque el asunto se torna más complejo cuando en un mismo grupo hay tres Dayanas, cuatro Nicolás o cinco Valentinas; he conseguido siempre aprenderme sus nombres e incluso sus apellidos.
Pero si hay algo que es cierto, es que los primeros nombres que se memorizan son los de aquellos estudiantes que se destacan por su comportamiento, tanto bueno como no tan bueno. Usualmente, cuando nombro por primera vez a uno de ellos, percibo su sorpresa en el rostro y cuando les confieso qué grupo de estudiantes se recuerdan primero, les dejo a su conciencia estar de un lado o del otro.
Pero cuando esas personalidades se hacen tan definidas y con rasgos característicos tan específicos, es fácil determinar casi desde el primer día de clases, qué va a pasar con cada a uno de ellos. Salvo algunas contadas excepciones, la docencia ayuda a desarrollar una habilidad premonitoria sobre el futuro de los que comienzan su proceso formativo.
Todos, sin excepción, son maestros y contribuyen a la formación permanente del docente. Ellos entrenan en paciencia, respeto a la diversidad y a las creencias religiosas, capacidad de escucha, comunicación asertiva y otras tantas cosas más.
Están los silenciosos, aplicados, a los que no se les conoce la voz ni con el llamado de asistencia pues se limitan a levantar la mano; esos que siempre se sientan en las sillas de adelante y que prestan atención durante la clase. Los hay también ruidosos, imprudentes, que hacen eco de todo lo que dice el profesor, comentan en voz alta, participan siempre, se ríen a carcajadas y bostezan sin el más mínimo ápice de moderación.
No faltan los desubicados, que nunca saben en qué salón es la clase, si había tarea, cómo se llama el profesor y mucho menos para cuándo es el trabajo final. Otros están siempre desconectados de la clase y conectados a su dispositivo móvil en todo momento; no solo porque tengan una adicción desarrollada sino porque no todas las materias les gustan por igual y encuentran más entretenido su celular, que el profesor que tienen en frente.
Intermitentes (que van a una clase y a tres no), dispersos (que preguntan justo lo que se acaba de explicar), burleteros (que se gozan a los demás, ponen apodos y hacen quedar mal al que dé Papaya) y los infaltables reyes de las excusas (que siempre tiene una dificultad para llegar, nunca pueden entregar los trabajos y tiene una justificación para cada cosa). En fin, de todos los colores, tamaños y temperamentos; lo cierto es que tenerlos juntos en un mismo grupo, tal vez sea el mayor reto que enfrenta un educador. La responsabilidad es grande y asumirla trae implícita la comprensión de sus alcances.
Cada estudiante es un mundo aparte, un universo en ocasiones indescifrable y confuso; en realidad, todos lo somos. Entender su contexto, escuchar sus opiniones, conocer sus razones y tratarlos a todos con el mismo respeto -independientemente del color de su cabello, su rendimiento, su color de piel o su acento – hace parte de esa tolerancia necesaria para llevar a cabo nuestra labor de la mejor manera.